De los movimientos habidos en el cine italiano, que dieron lugar al nacimiento y desarrollo de nuestros géneros y subgéneros, el caligrafismo fue el que más tardó en ser denominado como tal, y cuando el término fue aplicado, a un conjunto de films producidos en Italia en el periodo que media de finales de los años 30 a bien entrados los cuarenta del pasado siglo, en que fue barrido por el movimiento neorrealista en todos los foros de dirección técnica teórica cinematográfica, lo fue con un sentido tan peyorativo que dificultó que el análisis de films y autores, hubiera tenido el suficiente grado de objetividad que les hubiera permitido un nivel de aprecio crítico más acorde con sus merecimientos.
El caligrafismo con su huida de la realidad, su gusto por lo ampuloso y su refugio formalista, conforma los gustos de los espectadores italianos, incursos en una guerra y por tanto una situación política y económica favorecedora de un escapismo bañado en el tradicionalismo nostálgico de otros tiempos, no tan lejanos. Ese gusto romántico, de ensoñación, al borde de la extravagancia que por los mismos días se apreciaba en el cine americano, no era algo que hubiera surgido por generación espontánea, por el contrario estas formas estilísticas hundían sus raíces en el cine mudo italiano, en aquel cine de grandes divas del teatro, la Bertini, la Duse, exaltadoras de los grandes melodramas del siglo anterior; estética caligrafista se detectaba en la por otra parte maravillosa Rapsodia Satánica con música, añadida de Pietro Mascagni, cumbre del decorativismo fantástico al que tan proclive fue en sus inicios el cine italiano. Tampoco el film d’art, búsqueda de la nobleza del nuevo medio en contraposición del divertimento de garita de feria al que parecía condenado, fue ajeno a la visión del mundo, elitista, sentimental y decadente, que despedía el caligrafismo de nuestra época.
Pero el apoyo artístico más importante para el caligrafismo fue la ópera. Por este terreno el caligrafismo cinematográfico, se embriagó en los aromas de la ópera verista, tratando y consiguiendo en las mejores obras, de absorber de aquéllas ese pozo costumbrista y aún populista, que bien pronto se desgajaron de nuestro caligrafismo para integrarse en el nuevo movimiento que se avecinaba, el neorrealismo, más aún, cuando éste ya bien entrados los cincuenta, recibió en su seno, con gran disgusto de sus grandes teóricos como Guido Aristarco, géneros y subgéneros amparados ahora bajo el paraguas de neorrealismo rosa.
De los directores más acentuadamente proclives a tan formalista movimiento, destaca la figura de Renato Castellani, si bien es cierto que sólo en la primera parte de su obra, de 1942 a 1947, se inscribe dentro de esta corriente. En realidad a partir de 1948, Castellani pasa a ser un neorrealista, en cuyo seno, y a pesar de sus esfuerzos nunca llegó a ser plenamente aceptado. La sombra de su pasado formalista confirió a sus films un aire elegante y distanciado, sin intención política, caracteres bien distintos, de los que sus colegas aplicaban a sus obras en aquellos años. Cuando en 1954 Castellani gana el León de Oro del festival de Venecia, con Romeo y Julieta no faltan aseveraciones que presentan su figura como la de un director formalista que no habría dejado de serlo ni cuando hizo sus mejores obras realistas.
Compañeros suyos de estas aventuras como Mario Soldati, Carmine Gallone, Mario Camerini o Rafaello Matarazzo, corrieron suerte dispar. En general se acogieron, bien entrada la década, a un tipo de cine de género más o menos realista, que parecía brotar de la contraposición al neorrealismo, cuando éste acabó soportando adjetivos poco elogiosos en principio, como rosa, aventuras o folletín melodramático.
Para los actores que habían personificado el cine, luego llamado caligrafista, y entonces – para una parte de la producción- de “teléfonos blancos”, como Amedeo Nazzari, Adriano Rimoldi, Isa Miranda, las perspectivas profesionales en Italia, no eran demasiado halagüeñas. Unos optaron por el retiro, otros cruzaron el Mediterráneo para recalar en España, donde en forma más o menos accidentada pudieron proseguir su carrera. En España el caligrafismo se manifestó en forma tan habitual, que bien pudiera decirse que sus directores, lo fueron sin que, conscientemente, se propusieran tal cosa. Aspectos como estar ante melodramas, de contenido moralizante, romanticismo al gusto del pueblo, con raíces teatrales decimonónicas, mirada complaciente sobre la Historia reciente, parecían plenamente asumibles por un cine de consumo como era el español de entonces. Lejos del realismo que asustaba a las instancias oficiales de la época, y que tantos sinsabores proporcionó a los directores españoles que aspiraban a ser los Visconti o De Sica hispanos. Todo cuanto se manejaba en las áreas del cine caligrafista italiano, podía ser utilizado sin problemas en nuestro país. Por tanto el movimiento duró en España más que en Italia. Cuando allá Un colpo di pistola (1942) era historia, Pequeñeces, en España era la mayor atracción de la temporada 1950-1951.
En España este tipo de cine adoptó un aire peculiar, que en forma muy escasa fue utilizada por los transalpinos. Se trata de la variante histórica o por mejor decir, historicista, y para el gran público de barbas y pelucas. Los estilistas de la forma encontraron un cómodo refugio para hacer circular por caminos sentimentales a los héroes románticos del folletín y la fotonovela, avant la lettre, Juana La loca, María Padilla, Inés de Castro o Cristóbal Colón, vieron pasar sus espectros bajo la luz, tenuemente expresionista de los excelentes directores de fotografía de la posguerra y hasta las puertas del que, no tantos años después, se denominara “nuevo cine español”.
Cuando la moda arrinconó esa clase de cine, aunque como queda apuntado mucho tiempo después en España, para Juan de Orduña, Rafael Gil o Luis Lucia, se abrieron unas perspectivas profesionales únicamente circunscritas a lo que pudieran hacer en España. Si cuando los italianos dejaron de ser caligrafistas, y Amedeo Nazzari pudo ser Don Juan de Serrallonga en España, Aurora Bautista no podría revivir sus pasiones ni en Italia, ni en ninguna otra parte, al dejar de ser posible en España.
Del gusto por el caligrafismo italiano, el español tomó un sentido aristocrático de la Historia. Zorrilla, Tamayo y Baus, y aún Benavente podían ser sus inspiradores; la interpretación de acentos teatrales; la aceptación de la narración río, plena de acontecimientos en el tiempo que servía para afirmar personalidades nacionales, apoyadas por el mundo oficial. Sin embargo todo parecía hacerse sotto voce, y nada plenamente asumido. La influencia de algunos films como Un colpo di pistola o Piccolo mondo antico, fue fácilmente asumido por el cine español si que en ello mediara una fuerte voluntad, justo lo contrario de lo que ocurrirá con quienes aceptaron la influencia neorrealista, expuesta con vehemencia – siempre que la censura lo permitía - a partir de obras como Surcos (Jose Antonio Nieves Conde, 1951). Para los seguidores españoles del neorrealismo era muy importante que se notara por dónde iban sus intenciones estéticas y políticas, mientras que los formalistas del sentimiento no estimaban importante levantar la voz, y decir, quiénes eran, y por qué hacían aquél tipo de cine.
En el cine caligrafista italiano, una obra se alza como magna sepultura. Senso (Luchino Visconti, 1953) batió al caligrafismo en su propio terreno. Aunó los elementos decorativistas que habían devenido superficiales en las obras caligrafistas con otro sentido de la Historia, violento y profundo que agitó lo que habían sido las aguas tranquilas del cine de palazzos, ventanales y cortinas. El caligrafismo ya en aquellos años en Italia era un recuerdo, y Senso, años después, un epitafio para viejas ilusiones perdidas. En realidad a nadie pareció importarle mucho. En España sin embargo la sombra del caligrafismo acabó informando el cine español sin que una fecha, en forma clara y decidida, pudiera mostrar aquello de “hasta aquí llegaron las aguas