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Aguja de marear romántica
![]() ![]() Aguja de marear románticaA los que prefieron el amor y no la guerra.
Corren malos tiempos para la lírica; la crisis y todo eso. Por ello me parece oportuno sentirme romántico. Es fácil comprender que los intentos de definición del cine romántico pueden resultar singularmente comprometidos. Si el romanticismo es, efectivamente, un estado de espíritu, la expresión de un cierto temperamento, una cierta postura ante la realidad, es obvio que no puede obedecer a unas reglas preestablecidas ni sujetarse a imperativos estilísticos. Desde un punto de vista que creo objetivo, es innegable que existe un espíritu romántico común en la espiritualidad de un Frank Borzage, el fervor religioso de un King Vidor, el ardor surrealista de Buñuel (con los años matizado por una sana e impenitente ironía), el esplendor barroco de un Welles, la observación paciente de un Mizoguchi o un Ozu, el histerismo de un Ken Russell, el pudor de un Truffaut o la sensibilidad a flor de piel del mejor Bertolucci. Por citar cineastas de estilo, carácter y nacionalidad, completamente distintos. Este hecho puede explicar, tal vez, las profundas discrepancias que suelen dividir a los expertos cinematográficos frente a esta faceta del cine, así como la vaguedad de sus intentos de sistematización porque el tema ya es de difícil concreción. Convendría saber, por ejemplo, si la gran estima que Paul Eluard, poeta poco amante del cine, sentía por “Sueño de amor eterno” de Henry Hathaway. ¿Se basaba ese aprecio en los valores de esta película, o más bien en las circunstancias en que llegó a conocerla?. Una tarde, he leído, de 1937 se cruzó en los bulevares de París con una mujer tan bella que se puso a seguirla; después de un largo paseo sin rumbo fijo, la maravillosa aparición entró en un cine, y Eluard la imitó a su vez: la película que se proyectaba justamente ese día era “Sueño de amor eterno”. Sea como fuere, lo que si puede intentarse es delimitar los campos de acción susceptibles de ser abarcados por el cine romántico. Entre ellos, lógicamente, habrá de contar el de las llamadas “películas de amor”, género que apareció en Hollywood durante la época muda y se consolidó gracias al éxito de las películas “de mujeres” de los años 30, para entrar poco a poco en decadencia durante décadas sucesivas hasta llegar al machismo imperante hoy en el cine americano (USA). La “película de amor” susceptible de adoptar las facetas más variadas que imaginarse quepa, desde las más exaltadas hasta las más conformistas, constituye quizá la forma más popular, admitida por toda suerte de públicos en un pasado que empieza a ser lejano. Pero el romanticismo en la pantalla puede asumir también manifestaciones menos diferenciadas, sin que por ello se resienta su autenticidad: el temperamento de ciertos directores les impulsa a a utilizar los esquemas del melodrama para transfigurarlos en una nueva forma de tragedia moderna que halla su mejor campo de expresión en el cine. Las películas de Orson Welles son un ejemplo elocuente. Su inspiración es la misma que empujó a Luchino Visconti a decir: “lo propio del genio es la sublimación del melodrama”. Frase que explicitaba la postura de un grupo de creadores sobresalientes. En este sentido tampoco puede negarse el idealismo social que estructura la obra de ciertos hombres de cine propugnadores de que la obra de arte tiene una misión no solo moral, sino también social y humanitaria. Pensamientos de otro tiempo en la mayoría de los casos. No comparto el verso de Jorge Manrique “cómo a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”. Y como odio las generalizaciones terminaré esta digresión subjetivamente: “A MI PARECER CUALQUIER TIEMPO PASADO EN HOLLYWOOD FUE MEJOR”. Improvisado el 7 de noviembre de 2015, día en el que hay cuantiosas manifestaciones – sobre todo en Madrid – contra la violencia machista todavía imperante en España.
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