
El vigor y la fuerza de Cary Grant consisten en su capacidad para transmitirnos la sensación de duda y desconcierto que se oculta bajo su sólido y seguro aspecto. Grant podía parecer tan refinado y sofisticado como las canciones de Cole Porter. Había nacido en Bristol (Reino Unido) en 1904 y su verdadero nombre era Archibald Alexander Leach. En 1920 se trasladó a Estados Unidos, pero no fue hasta 1931 cuando Hollywood se fijó en él. Durante varios años se limitó a ser el galán romántico de las actrices de la Paramount. Pero ya en su segunda película, “La Venus rubia” (Blonde Venus, Josef Von Sternberg 1932) no se dejó aplastar por Marlene Dietrich, y lo mismo le sucedió con la hiperbólica Mae West en “Nacida para pecar” (She done him wrong, 1933) o en “No soy ningún ángel” (I’m no angel). Estos films en realidad estaban escritos y casi dirigidos por la vampiresa burlona Mae West, y la mezcla entre ambos produjo una divertida combinación de sexo y sentido del humor. En 1936, trabajó por primera vez con George Cukor y Katharine Hepburn, “La gran aventura de Silvia” (Silvya Scarlett) fue un fracaso de crítica y público, pero sentó las bases de la pareja Hepburn/Grant, a menudo más interesante que la compuesta por Hepburn y el inmenso Spencer Tracy. A finales de la década de los 30, Cary Grante empezó a convertirse en gran estrella por derecho propio. Films tan notables como “La pícara puritana” (1937) e “Historias de Filadelfia” (1940) permitieron a Grant mostrar su sensibilidad y melancolía y, como no, sus grandes condiciones de actor de comedia. El proceso culminó cuando Hepburn y Grant pelearon de igual a igual en esa obra maestra de Howard Hawks llamada “La fiera de mi niña” (1938).
Cuando Cary Grant cuenta un chiste o hace una broma, el espectador es en todo momento consciente de que en el fondo se trata de un hombre serio e íntegro que, de vez en cuando, necesita reírse para olvidarse de problemas. Con el maestro Hawks repitió en “Solo los ángeles tienen alas” (1939) en un papel de hombre duro que no le iba nada, pero en “Luna nueva” (1940), arrasó recitando sus diálogos a velocidad supersónica y batiendo a una comedianta tan experta como Rosalind Russell, Su panoplia de trucos no disimulaban que su personaje carecía de escrúpulos y era la deshonestidad misma. De un maestro a otro o de Hawks a Hihtcock que, en principio, le otorgó roles inadecuados también como en “Sospecha” (1941) o “Encadaenados” (1946) hasta que llegaron, unos cuantos años despues, “Atrapa un ladrón” (1955) o “Con la muerte en los talones” (1959) en las que ya exhibió pelo gris y patillas blancas.
Nuevamente Howard Hawks le dio una gran oportunidad con “La novia era él” (1949), una de las comedias más brillantes sobre el tema del sexo, doblemente divertida por el desenfado y habilidad con que Grant se vestía de mujer, y tres años despues, en la desopilante “Me siento rejuvenecer” (1952) pasaba de ser un hombre…….a un niño.
El resto no es silencio, porqué llegó su último director de cabecera, Stanley Donen, con el que filmó “Página en blanco” (1960, cuarteto de lujo: Grant, Deborah Kerr, Robert Mitchum y Jean Simmons) y,sobre todo, la estupenda “Charada” (1963) en la que, a pesar de la diferencia de edad, empatizó admirablemente con la otra Hepburn, la maravillosa Audrey. Cierto que en su filmografía no faltaron mediocridades e incluso bodrios. No los citaré. Falleció el 29 de noviembre de 1986. Con él desapareció, tal vez para siempre, un estilo único de interpretar la comedia. Lástima que no coincidiera nunca ni con Ernst Lubitsch ni con Billy Wilder. Jack Lemmon o Walter Matthau fueron excelentes pero mucho más histriónicos. Cary Grant nunca hizo un gesto o una mueca sobreactuada. Ni siquiera en su enloquecido papel de la no menos enloquecida “Arsénico por compasión” (1944), en la que le dirigió por primera y última vez otro grande, Frank Capra.